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Recuerdos (bélicos) del siglo XX

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 " la vida de los muertos pervive en la conciencia de los vivos. (Ciceron)"

María Toledano

  Tengo ochenta años (recién cumplidos) y la memoria enferma. He atravesado, por galerías y catacumbas, una parte importante del siglo XX y lo que veo del XXI, reflejado en un escaparate iluminado, abierto 24h, se admiten tarjetas, no me interesa demasiado. Tengo sólo recuerdos, desordenados y cruzados, y escaso porvenir físico. Mi nieta Lola, cuando arranco de esta manera elegíaca, se queja (con razón y pasión juvenil) y maldice el instante crítico de lucidez que precede al desgarro. Lo siento por ella. El XX ha sido el siglo de la guerra universal capitalista, una época marcada por la barbarie y la destrucción. Es difícil encontrar una década sin conflicto militar, un largo período de paz (el mundo no acaba en la Europa de los “treinta gloriosos”). El motor del capitalismo exige sacrificios humanos -poco importa que sean víctimas o verdugos- para alimentar la maquinaria y el rito. Los engranajes giran con sangre. Los imperios se alzan sobre los huesos de los muertos. Bajo el asfalto y el campo, lagos y ríos, circulan millones de muertos sin identidad ni permiso de residencia. Vivimos -y parecemos felices- sobre una alfombra de muerte. 
  Recuerdo guerras de posición y trincheras, sangrientas, y guerras con aviones, bombas atómicas, guerrillas y fusilados; guerras en las llamadas colonias y territorios de ultramar, guerras con napalm contra el comunismo, por el petróleo y los diamantes, contra el terrorismo internacional, ahora en su versión integrista islámica (no se olvide el integrismo católico desde las Cruzadas medievales hasta Woytila y su escudero Ratzinger), guerras de todas clases y colores. El olor a carne quemada, putrefacta, es siempre el mismo. Recuerdo guerras recientes en los Balcanes, la OTAN en cabeza, bombas de racimo, Javier Solana al mando, y en el desierto de Iraq y los riscos de Afganistán; tengo memoria de las guerras urbanas de exterminio, violentas como espinas de hierro candente, organizadas por las más crueles dictaduras latinoamericanas bendecidas por políticos y financieros de EE.UU. He conocido todo tipo de ofensivas (siempre contra los pobres de la tierra), incluso la guerra aséptica y preventiva adornada con daños colaterales. Empezamos con la primera Gran Guerra, luego vino la de España, llamada por muchos “guerra civil”, la Segunda Mundial contra el nazismo y el fascismo (luego ganaron, años después, vestidos de otra cosa), Corea, Vietnam, etc. He seguido tantos acontecimientos bélicos por los periódicos, luego por la radio y la televisión, que se distinguir con exactitud un misil tierra-aire SS-22 de un obús calibre 44, un Cuerpo de Ejército de una división panzer acorazada, un oficial de Estado Mayor de un general de brigada, un AK47 de una pistola Astra. La guerra y sus complementos (sic) forman parte de mi vida, me guste o no, igual que el humo del tabaco (que ya no fumo), y las pastillas -cada año me regalan un pastillero- que tomo para subsistir.

LA BANALIDAD DEL MAL
  Algunos historiadores y analistas (E. Hobsbawm, G. Arrighi) hablan del “corto” siglo XX y otros del “largo”. El caso es que he presenciado tantas muertes, la mayoría lejos, algunas demasiado cercanas, que me resulta imposible afrontar mi propia desaparición, tampoco sé si quiero ver más desolación, de forma trascendente. Al contrario. La banalidad del mal, por utilizar palabras de Hanna Arendt, convirtió el hecho físico de la muerte en un acontecimiento marginal, secundario. Morir, en realidad, en el siglo XXI que arranca, es perder la facultad de consumo. La diferencia entre un “parado de larga duración” sin ingresos (la expresión es per se terrible) y un muerto es sólo la temperatura corporal. Cuando veo viejos turistas norteamericanos, algunos apoyados en muletas, escalando la Acrópolis de Atenas a las siete de la mañana y 30º grados entiendo que nadie quiere morirse. El consumo, parece ser, satisface todo y mantiene en forma.
 Dicen que el mono se puso de pie, abandonando su condición de cuadrúpedo, para recibir medallas: todo por el honor y el poder (si acaso no es lo mismo). A partir de ese instante, cambió el sentido de la Historia y aparecieron las guerras tal cual las conocemos. Ubi societas, ibi ius, decían los juristas clásicos: donde hay sociedad hay derecho. En realidad, donde hay sociedad, entendida como un conjunto de intereses y personas enfrentadas por dominio y la propiedad (o posesión), existe la guerra. La sociedad moderna de bienes y consumo, la sociedad de la producción y distribución es la batalla, sin tregua para recoger heridos, por el espacio físico (y psicológico) del mercado. La ocupación de metros lineales de una gran superficie con un nuevo producto y la ocupación de un país se basan en la misma estrategia. Es curioso como, terminando el siglo XX, “El arte de la guerra” de Sun Tzu, un libro clásico chino sobre filosofía y estrategia militar, se ha convertido en un manual de cabecera para ejecutivos, contables y comerciales varios. Marx encontró la fórmula perfecta: la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases.
 La guerra -y no sólo la de España- ha dibujado los surcos de mi rostro y la delgada biografía que me arrastra igual que lo ha hecho con la vida íntima (emocional) o pública (política) de todos los que hemos atravesado, juntos, empujando o subidos al carro de heno, el atroz siglo XX. Sospecho que todavía me quedan miles de cadáveres que ver, muertos a los que la vesania del capitalismo convertirá en estiércol, abono o memoria histórica. Que en el siglo XX se hayan logrado avances médicos, científicos y obras artísticas mayores no deja de ser una coincidencia o una trágica paradoja.