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Extremadura, la crónica de un genocidio/ nº56/

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 “La represión franquista en Villafranca de los Barros (1936-1945)”,
    nuevo libro del historiador Francisco Espinosa

Ramón Sáez

 

 

  En “Un español habla de su tierra”, uno de los poemas más intensos y desoladores que ha dado el drama de España -así construyeron los intelectuales del exilio la experiencia del fascismo-, Luis Cernuda dialogaba sobre la memoria: “Un día, tú ya libre/ De la mentira de ellos,/ Me buscarás. Entonces/ ¿Qué ha de decir un muerto?” Los historiadores de la represión, y Francisco espinosabits.jpgEspinosa en cabeza del grupo, han venido a hacer justicia componiendo la verdad y permitiendo que regresaran con la dignidad debida aquellos que fueron asesinados o destruidos por la barbarie que desplegaron los militares golpistas para edificar y mantener el nuevo estado. Esta sociedad ha adquirido una deuda con esos historiadores porque han desvelado ese pasado de horror. Sus investigaciones nos permiten comprender el auténtico significado de la represión, al tiempo que desmontan las mentiras y las leyendas urdidas por la propaganda del franquismo, repetidas una y mil veces hasta hoy, aquella asquerosa dieta de falsa historia que denunciara Soutworth.
  Junto al trabajo paciente de los historiadores de la represión, las asociaciones de la memoria, en su búsqueda de los restos de los asesinados y en su indagación sobre la suerte de los desaparecidos, han logrado remover el relato histórico dominante que fuera elaborado durante la dictadura para ocultar (y negar) un proyecto genocida. Proyecto que se inició con un golpe de estado militar contra la legalidad democrática, que triunfó de manera inmediata en la mitad del país, donde no hubo conflicto armado sino terror y represión, que fue consumado mediante una guerra de exterminio y una larga campaña durante las primeras décadas del estado fascista. Como este libro demuestra de manera ejemplar a partir del caso de Villafranca de los Barros. El impacto que están provocando los historiadores de la represión y los activistas de los derechos humanos relacionados con la memoria se puede medir en los discursos de cierta inteligencia que tratan de apuntalar aquella narración bajo la cobertura de una posición de falsa equidistancia, cuyo esquema es la existencia, entonces, de dos bandos irreconciliables (de donde fluiría la necesidad de establecimiento del orden, aunque fuera injusto): una memoria colectiva que pone el énfasis en el enfrentamiento fratricida o cainita -como si fuéramos un pueblo de pastores acostumbrado a matarse, echando a un lado el crimen original que fue la ruptura violenta del orden constitucional-, memoria que insiste en la lógica de los dos bandos, igualmente movidos por pulsiones homicidas y fanáticas. Una suerte de argumento que se presenta desde el cómodo espacio imaginario de una supuesta tercera España en la que se instalan, fuera del tiempo, sus defensores, lejos del horrendo y simétrico cainismo. ¡Vaya cultura de la legalidad y de los derechos que expresan algunos de nuestros intelectuales!

NO HABÍA “BANDOS”
  La historia nos enseña que existía, como en toda Europa, un conflicto social; y el derecho precisa, punto de partida obligado, que no había bandos. España albergaba un sistema legal y democrático que se había dotado de una constitución progresista en materia de derechos políticos y sociales, en el ámbito de la igualdad de la mujer. Y una tropa de delincuentes -entre ellos buena parte de los funcionarios de los aparatos de control del estado, léase el ejército y las policías- que se rebelaron contra el gobierno y las instituciones republicanas, meses después de unas elecciones cuyo resultado les pareció inaceptable. Los rebeldes tenían un proyecto de solución del conflicto social: el aniquilamiento del adversario.
  “La represión franquista en Villafranca de los Barros (1936-1945)” es un estudio ejemplar del terror fascista desplegado en una pequeña localidad que se encontraba en la ruta de la fuerza militar que dirigía el teniente coronel Asensio Cabanillas entre Sevilla y Mérida, integrada en la llamada columna Madrid cuyo itinerario criminal partió de Melilla, tenía como destino Madrid y como caudillo al jefe militar africanista Yagüe Blanco. El autor Francisco Espinosa se atreve a volver a su pueblo natal para enfrentarse y disolver las mentiras propaladas hasta hoy por los defensores de la legitimidad del golpe militar y de la dictadura franquista. Ya lo había hecho en una de las obras de historia más impresionantes de las últimas décadas, representativa de la nueva historiografía, “La columna de la muerte. El avance del ejército franquista de Sevilla a Badajoz”. Villafranca fue tomada por las fuerzas golpistas el 7 de agosto; allí encontraron a varias decenas de personas detenidas, imputadas de haber conspirado y de haber apoyado la rebelión militar, a los que se había respetado la vida gracias a la decisión de las autoridades republicanas. Desde el 9 de agosto, jornada inaugural de la masacre, al 1 de diciembre de aquel año de 1936, entre quinientas y seiscientas personas fueron asesinadas. Villafranca tenía unos quince mil habitantes, el Frente Popular había obtenido cerca de tres mil quinientos votos, los republicanos y militantes de izquierdas más significados, unos ciento cincuenta aproximadamente, habían abandonado la villa.
 Las cifras son las de un auténtico genocidio, si por genocidio entendemos cabalmente el proyecto de exterminio de un sector de población identificado por el verdugo en atención a determinados rasgos, en nuestro caso el grupo de los defensores de la legalidad democrático-republicana. Genocidio y consumado. La investigación de Espinosa, rigurosa en el tratamiento e identificación de las fuentes, ofrece una realidad terrible, inasumible. El lector no podrá olvidar Villafranca de los Barros. Auque no conozca la ciudad, sabrá ubicarla en el mapa de la maldad humana, como un anticipo del holocausto nazi-fascista. Y Villafranca no fue una excepción. Como han demostrado Espinosa y los historiadores de la represión, la violencia homicida estaba en el proyecto de quienes se rebelaron contra el orden republicano. El franquismo se erigió sobre una masacre; en su origen hubo un proyecto de exterminio del enemigo político que se llevó adelante con firmeza y sin piedad en una secuencia que fue de la conspiración al golpe de estado, de la guerra a la dictadura. Y porque esa barbarie era inaceptable para cualquier sociedad, incluso para la comunidad de pertenencia de los verdugos, decidieron ocultar, encubrir y negar la matanza. Para ello se emplearon en fabricar una falsa historia y en destruir los archivos y vestigios documentales del horror. En esas todavía estamos (desde esa perspectiva podría contemplarse la respuesta radical que supone el enjuiciamiento por prevaricación del juez Garzón, y su suspensión cautelar, por intentar abrir una investigación sobre los crímenes del franquismo a petición de las víctimas para afrontar el problema de las fosas comunes y de los desaparecidos.)

SE IGNORA EL NÚMERO DE ASESINADOS
  La mitad de quienes fueron detenidos y, con alta probabilidad, ejecutados extrajudicialmente por los rebeldes y las nuevas autoridades (ilegales) que estos impusieron en Villafranca durante el ciclo del terror ni siquiera han sido reconocidos en los libros del Registro civil; se ignora cómo y cuándo fueron matados; desaparecieron. La ocultación del crimen llevaba implícito que los nombres y las identidades de las víctimas no accedieran a los archivos públicos. Era parte del proyecto exterminador. España fue un anticipo del holocausto nazi, también en ese aspecto. El historiador Vidal Naquet explicó que la especificidad de Auschwitz no fue la tecnificación de la masacre sino “la negación del crimen dentro del crimen”, programa que acometieron mediante la eliminación de todos los testigos. La matanza de Badajoz, todavía no desentrañada en sus justas dimensiones mas de setenta años después, es un modelo del horrorismo contemporáneo, utilizando la denominación que ha puesto en circulación la politóloga Cavarero.
 yague1.gif A partir de esos datos, la desaparición sistemática de las víctimas y la negación del crimen, el jurista debe lamentar que el estado siga sin dar cumplimiento al derecho internacional. La Convención internacional de protección de las personas contra las desapariciones forzadas que entró en vigor el pasado 23 de diciembre de 2010, de la que España es parte, obliga a los estados a investigar el destino de los desaparecidos para dar satisfacción a los derechos imprescriptibles de las víctimas a la verdad -que en su dimensión individual significa conocer qué pasó, averiguar el paradero de los restos mortales y proceder a su reintegración a la familia y a la comunidad-, a la justicia y a la reparación. El art. 2 de ese tratado define la desaparición forzada como “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la Ley”. El delito de detención ilegal es equivalente al de desaparición forzada y estaba contemplado en los códigos penales de 1932 y de 1944, también en el vigente de 1995. Cuando la desaparición forma parte de un proyecto sistemático, masivo y genérico, como el que ejecutaron las fuerzas rebeldes y las nuevas autoridades del estado fascista, el delito se transforma en un crimen contra la humanidad, paradigma de los delitos más graves contra la comunidad internacional, de los crímenes de estado. Según la ley nacional e internacional se trata de un delito en permanente estado de consumación mientras continúa la situación antijurídica (no dar cuenta del paradero de la persona ni de la identidad del niño apropiado). Por lo tanto, que no prescribe ni puede ser objeto de amnistía.
  En el caso de dichos crímenes imprescriptibles de derecho internacional -genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de  guerra- no se trata de juzgar la historia, tampoco de reescribirla, tal y como insisten los propagandistas de la legitimidad del franquismo. Los que hablan de revancha al mencionar la nueva historiografía de la represión, el trabajo de los movimientos de la memoria y el intento de investigar los crímenes de la represión, ignoran los derechos humanos, niegan a las víctimas -que es una forma de perpetuar el daño-, exaltan el crimen y absuelven a los verdugos. Algo que debemos rechazar en nombre de lo políticamente correcto en la Europa de los derechos y de las libertades que surgió después de la derrota del nazi-fascismo. Esos crímenes aberrantes, masivos, sistemáticos y generalizados, ofenden a toda la humanidad, trascienden a las víctimas y por ello son imprescriptibles.

UN MODELO PARA LAS DICTADURAS LATINOAMERICANAS
  Hay quienes sugieren que la categoría del detenido-desaparecido es producto de la experiencia de las dictaduras sudamericanas y que supone una importación inadecuada a nuestra experiencia. Frente a esas tesis, que tratan de impedir la aplicación de las instituciones del derecho internacional de los derechos humanos a nuestro pasado inmediato y a los grandes crímenes que siguen impunes, Espinosa ha demostrado que el modelo español de eliminación física del adversario sirvió de ejemplo para las dictaduras latinoamericanas. En cualquier caso, la figura de la desaparición forzada -al margen de su data de nacimiento y de su origen- ha permitido otorgar sentido al holocausto que provocó el fascismo en España y a plantear la pendencia de un problema político y moral de primer orden que debe ser afrontado y resuelto, el de las fosas comunes y los enterramientos ilegales, que siguen esperando ser dignificados y reconocidos como hechos de una barbarie que persiste en el presente.
  Se afirma que vivimos en el tiempo de las víctimas. Cuando se trata de violaciones masivas de derechos fundamentales de las personas, de masacres y matanzas recientes que perviven en la memoria de las víctimas y de un sector de la comunidad, el historiador se encuentra con la justicia porque es portador de verdad. El genocidio negado e impune clama precisamente justicia. Ahí está para confirmarlo, un siglo después, el exterminio del pueblo armenio y su recuerdo. Es la memoria que mantiene viva la demanda de reconocimiento del crimen. Hacer historia rigurosa desde la perspectiva de las víctimas, que inevitable y necesariamente desvela e identifica a los verdugos, era una deuda que los historiadores de la represión franquista han saldado con generosidad.
  Para ello Espinosa ha indagado de manera exhaustiva en los archivos judiciales, estudiando las inscripciones de fallecimiento de las actas del Registro civil -su confrontación con los libros de los cementerios ofrece un rendimiento extraordinario para desvelar las cifras del crimen negado- y los procedimientos, sobre todo los de la llamada justicia militar. El autor es consciente de que esos documentos han sido elaborados por los verdugos, expresan los valores y las opiniones de los vencedores, son documentos de barbarie. El historiador se enfrenta a ellos críticamente, pero, sobre todo, contrasta esas frías actas forenses que documentan la muerte y el dolor con los relatos orales y escritos de los vencidos, de las víctimas. En el diálogo entre el documento y el testigo a veces surge la esperanza, en forma de humanidad compartida.
  Los trabajos de investigación de Espinosa devuelven vida a muchos inocentes como solo podría hacerlo la mejor ficción. En este libro hay un personaje, que ya nos había sido presentado en “La columna de la muerte”, la maestra Catalina Rivera Recio, que acompañará al lector emotivo a partir de ahora. La historia de la profesora que aquel verano contaba treinta y cinco años y preparaba su boda, conociendo su (mala) suerte -parecida a la de muchos de sus convecinos y compatriotas, algunos de ellos entre los mejor dotados intelectual y moralmente de su generación- nos ha sobrecogido, nos sigue conmoviendo. Catalina Rivera es el arquetipo del profesional docente que había desarrollado el proyecto cultural de la República para dotar de instrucción a los hijos de campesinos y trabajadores, un proyecto que se volvió intolerable para las fuerzas de la reacción. Setenta años después la maestra sigue siendo calumniada, aunque ni el historiador sea capaz de contarnos en qué circunstancias fue asesinada, al parecer junto a su padre. Una limitación de la indagación histórica que expresa cuál es la tarea que el estado debe realizar mediante los aparatos de investigación penal y policial. Dos documentos relacionados con la infortunada docente dan cuenta de la barbarie que actuó el fascismo católico español: el expolio de los bienes y la depuración administrativa de las víctimas después de haber sido eliminadas. El primer alcalde nombrado por los rebeldes explicó por escrito al juez municipal que le preguntaba por una máquina de coser Singer que había adquirido a plazos la maestra y aún no había terminado de pagar: “Según creo, al saquear la casa, la tiene la Falange”. Más directo fue el cura párroco de Villafranca: “Fusilada por marxista”, informó al instructor del expediente de depuración del cuerpo de Magisterio, del que fuera separada tiempo después. España siglo veintiuno: la maestra nacional Catalina Rivera sigue desaparecida, una calle del pueblo lleva el nombre del cura párroco. De la mano del historiador la víctima ha sido devuelta a su comunidad, de la que nunca debió ser expulsada; era insustituible, como los demás. La deuda jurídica es del estado, la deuda moral de la sociedad. Debemos pagarla, no hay otro camino para la reconciliación.

PALABRAS AL SERVICIO DE LA MEMORIA
  Francisco Espinosa es consciente de que el pasado debe reconstruirse en su universalidad, atendiendo a los grandes y a los pequeños acontecimientos, como pedía Walter Benjamin al buen cronista: “Para la historia nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido”. Un proyecto que atiende al “destino de todos aquellos que lucharon o ansiaron la dicha y se quedaron en las cunetas de la historia”, según ha anotado Reyes Mate en sus comentarios a las famosas Tesis sobre el concepto de la historia. O, como sugiere Espinosa en otro de sus libros: hay palabras al servicio de la memoria y palabras al servicio del olvido, cada uno elige su posición.
  Pero no nos engañemos. Esos hechos son de difícil representación para esta sociedad; por su tremenda excepcionalidad que cuestiona nuestra identidad como comunidad avanzada y la propia idea del progreso alcanzado. Las desapariciones forzadas masivas, las ejecuciones extrajudiciales, los restos humanos que siguen enterrados en fosas comunes y en parajes, algunos desconocidos, la apropiación de los niños hijos de los vencidos –todavía no identificados-, todo ello acometido como parte de un proyecto criminal, ejecutado de manera sistemática y masiva por los aparatos del nuevo estado, suponen un reto para las categorías al uso del lenguaje, de la cultura, de la política, de la moral, del derecho y de la justicia. ¿Cómo calificar esa macrocriminalidad contra la vida, la libertad y las relaciones familiares de las personas? Ese es el reto y la vergüenza que debemos asumir.
  Y sin embargo, ante tanta injusticia cabe recordar el dilema que planteara Marc Bloch acerca de la función de la historia, ¿juzgar o comprender?, y optar con el maestro a favor de la segunda alternativa: la historia debe explicar el pasado para permitirnos comprender el presente. Tal es la tradición en la que discurre este libro.

 

 


 
Exhumación de republicanos en Cáceres
Alfredo Grimaldos

  Lavapiés fue nuestro espacio de encuentro fundamental durante los años de la Transición. A principios de 1978, en la calle de Miguel Servet, dos montoneros exiliados en Madrid, Federico y Lalo, abrieron un bar con el nombre de “Garufa”, el viejo tango satírico protagonizado por un supuesto “rana” que vivía con  su mamá y remataba las “noches de bacanal” con “un café con leche y una ensaimada”, sin comerse ni una rosca. Allí nos concentrábamos muchos días a última hora y, cuando terminaba la función, nunca faltaba alguna pared donde descargar los sprays que siempre llevábamos a cuestas.
  Con frecuencia, la penúltima caña (entonces no estaba la economía para meternos en copas) la tomábamos en un bar de la ronda de Valencia, junto a la glorieta de Embajadores. Justo donde se encontraba la cabecera sur de la línea 27 de autobuses urbanos. Como en aquella época no había controles de alcoholemia ni para los autobuseros, allí entablamos relación con uno de los conductores que hacían el recorrido Embajadores-Plaza de Castilla, Santiago Cano. Era miembro del Sindicato Unitario, una central controlada por la ORT (Organización Revolucionaria de Trabajadores), que tenía bastante implantación entre los empleados de la Empresa Municipal de Transportes y –cosa insólita- entre los taxistas.
 alfredo-pepe-y-andreu.gif Cano era natural de un pueblo cercano a la ciudad de Cáceres, Navas del Madroño, y nieto de un republicano fusilado por los fascistas. Nos contó que una de las columnas del genocida Yagüe llegó a su pueblo en 1936 y acabó con todos los varones de entre 15 y 70 años. Los asesinaron y fueron enterrados en una fosa común en el cementerio parroquial de la capital de la provincia. Él y otros familiares de los fusilados habían conseguido el permiso necesario para intentar recuperar los restos de los republicanos asesinados y trasladarlos al cementerio de Navas del Madroño.
Le recomendamos que se pusiera en contacto con el redactor de Interviú José Luis Morales, que había iniciado, en la Sima Jinámar de Gran Canaria, en 1977, la tarea de recuperar la memoria de los asesinados por el franquismo. El acto de exhumación estaba previsto para la víspera del domingo de Ramos de 1979. José Luis Morales me envió a Cáceres para cubrir el acontecimiento. Previamente, me instruyó en el uso de una cámara Nikon que tenía un objetivo de 35 mm. Era la primera vez en mi vida que yo iba a hacer también la parte gráfica del asunto, sin muchos conocimientos en la materia. José Luis insistió en que no fuera solo y, como “guardaespaldas”, se sumó a la expedición Pepito Carrero. Él tenía entonces 19 años y yo 22. Un piquete joven pero bastante fogueado ya en la lucha política callejera.

FOSA COMÚN EN EL CEMENTERIO PARROQUIAL
Llegamos a Cáceres el viernes por la tarde, en el autobús de línea, y lo primero que hicimos fue acercarnos al cementerio parroquial, donde se iban a desarrollar los acontecimientos la mañana siguiente, para familiarizarnos con el escenario y también para tener claro por dónde había que salir corriendo si las cosas venían mal dadas.
Después nos tomamos unos vinitos y unas tapas por la ciudad, con el dinero de las dietas. A última hora aterrizamos en una pensión del centro. La habitación que nos adjudicaron tenía las paredes tapizadas de cuadros de santos, cristos y vírgenes, y antes de acostarnos nos tomamos la molestia de descolgarlos todos y meterlos debajo de las camas.
El sábado, Pepe y yo llegamos los primeros al cementerio parroquial. Poco después apareció la triste comitiva que venía de Navas del Madroño. Tras mostrar los permisos correspondientes, varios de los familiares de los fusilados empezaron a cavar. Desde el primer momento, el ambiente era tremendo, y con cada paletada, se iban incrementando los sollozos. Pero, a pesar de lo terrible de la escena, yo estaba casi más preocupado por que salieran medio bien las fotos. Sabía que, sin ellas, no había reportaje. Dada mi inexperiencia, José Luis Morales me había conseguido un saco de carretes de película Tri-X y me había dicho que fuera alternando los disparos de la cámara con 30, 60 y 125 de velocidad y abriera el diafragma a 5.6, 8 y 11. En medio de semejante escenario, intentaba manejar todas las combinaciones, sin mucha convicción de que aquello pudiera funcionar bien.
Los sollozos aumentaban paralelamente a mi nerviosismo de fotógrafo poco experimentado cuando alguien me agarró del brazo. Era el sacristán de la parroquia:

-Perdone, aquí no se puede hacer fotos
-Vengo con estos señores y ellos me han dado permiso, no hay ningún problema-. Le contesté de la mejor forma que pude en ese azaroso momento.
-Pero el señor cura dice que aquí no se puede hacer fotos-. Insistió.
-Dígale que vengo con estos señores y ellos me han dado permiso para hacerlo.
La excavación continuó, empezaron a aparecer los primeros restos humanos y el coro de sollozos aumentó de nivel. Además, yo seguía preocupado por los encuadres. Y me volvieron a sujetar el brazo. Era otra vez el sacristán:
-¡Que dice el señor cura que aquí no se puede hacer fotos!
-¡Pues dígale de mi parte que las voy a seguir haciendo! Tengo permiso de los familiares y, además, esto es libertad de expresión…

ATENAZADOS POR EL MIEDO
  Desapareció de nuevo, mientras avanzaba la exhumación. Al cabo de un rato, ya quedaron desenterradas las primeras calaveras y el ambiente se cargó de forma terrible. Yo seguía peleando con la cámara cuando alguien me agarró del brazo por tercera vez y, además, me zarandeó. Era el de siempre. Esta vez no le di tiempo ni a hablar del señor cura: le crucé la izquierda en medio de la mandíbula y cayó a capón en la fosa donde estaban apareciendo los cráneos. Inmediatamente, empezó a aullar como un loco. Le ayudaron a salir de allí, se fue corriendo y ya no le volvimos a ver más.
  Cuando finalizó la exhumación, los restos de todos los fusilados se guardaron en cinco féretros, para trasladarlos hasta el pueblo. Al llegar la comitiva, los paisanos gritaban y lloraban, olvidándose del miedo que aún les tenía atenazados. En la entrada del cementerio, se destaparon las cinco cajas para que pudiésemos fotografiar su interior por última vez, en medio de una escena espantosa. Después todo el mundo desapareció.
  Acompañados por Santiago y por varios de los impulsores de aquella iniciativa, Pepito y yo fuimos recorriendo las calles de Navas del Madroño, que se había convertido en un pueblo fantasma, de repente. Los habitantes de la localidad nos miraban desde las ventanas cerradas sin decidirse a hablar. Hasta que llegamos a una casa de la que salieron varios vecinos y empezaron a relatarnos la cruda historia de su familia, la carnicería organizada por los asesinos bajo el mando de Yagüe. Poco a poco se fueron animando algunos más y, por fin, acabamos organizando una asamblea tumultuosa en el bar más grande del pueblo.
Los fascistas locales habían desaparecido. Estaban al tanto de lo que iba a suceder, incluida la presencia de Interviú, y se habían ido del pueblo. Frecuentaban un bar de la Plaza Mayor de Cáceres y allí nos presentamos el día siguiente, domingo de Ramos, con la intención de comprobar si alguno se mostraba dispuesto a ofrecer su opinión sobre lo que estaba sucediendo. Pepe esperó fuera, para dar la voz de alarma si el asunto se complicaba, y yo me acerqué con naturalidad al mostrador, dispuesto a pedir un vino y ver cómo era el ambiente. La barra estaba a la derecha y había un hueco en ella hacía la mitad del local, pero no me dio tiempo a llegar hasta allí. Nada más entrar, alguien me puso una pistola en la cabeza:
-Vete de aquí, hijo de puta, ya sabemos quién eres. ¿Qué coño vienes a hacer?
Obviamente, nos tuvimos que beber el vino en otro establecimiento.
Pero los fascistas se sentían inseguros. Era la Semana Santa de 1979 y no sabían hasta dónde podía avanzar la “modélica” Transición que, al final, sólo sirvió para adecuar la dictadura a los nuevos tiempos. El franquismo estaba replegado e inquieto, era el momento histórico para haber limpiado esto de basura. Treinta y dos años después, los muertos republicanos siguen en las cunetas y las iglesias aún exhiben las placas de “Caídos por Dios y por España”.