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La inventora de “la pirámide”

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Baldomera, hija menor de Mariano José de Larra

Rafael Castellano (texto y fotomontajes)

  El 14 de febrero de 1837, a los veintiocho años, Mariano José de Larra se vuela los ilustres sesos ante el espejo de cornucopia de la casa de Santa Clara, 3 (esquina a Amnistía) que comparte en Madrid con Pepita Wetoret y la prole de ambos: Adela, Luis Mariano y Baldomera. Los dos primeros formarían parte de la alcurnia en la Villa y Corte. La benjamina, abandonada, se buscó la vida gracias a la codicia ajena. Sirve de explicación y paradigma de por qué han reventado Wall Street y países satélites.

  En el vasto, intrincado piso de Luis Mariano de Larra y Wetoret,  cuarenta años después de quedarse huérfano, repican una y otra vez los mismos acordes de piano. Luis Mariano es literato. De otra vena que su progenitor, escribe libretos para zarzuelas compuestas, entre otros, por Barbieri. Tira también hacia lo sainetesco y ha intentado el dramón tardorromántico; pero lo que le mantiene a él y a su familia es ponerle letra a armonías del género chico. Lo describe uno de sus títulos: “El barberillo de Lavapiés”. Vive más que dignamente de sus musas ramplonas y en aceptación de las elites retrecheras. Nunca será un maldito ejemplar.
   Recostada en butacón, no lejos del chubesqui, avizorando por el mirador hacia la luz de gas, la Tía Antonia, como van a llamarla todos sus sobrinos y nietos, aún sufre el reuma de la chirona, aún se siente picada de chinches y respira los vahos de desinfectante del hospital penitenciario. 
     baldomera_larra_def.jpgLa causa contra ella por estafa multitudinaria e interferencia en la Bolsa, la legítima, la condujo al exilio. Regresó y, tras una temporada entre rejas, ya renqueante, exhausta y con antecedentes penales, ergo sociales, ha de ejecutar para sobrevivir el papel que un Luis Mariano caritativo y déspota le impuso para cobijarse bajo su techo como pariente pobre:  Baldomera es, pues, la Tía Antonia.
     No se ha extinguido del todo el revuelo que causó en todos los estratos de una comunidad tartufa y en decadencia su gran invento: una banca paralela. La España de arrebatacapas y desgarramantas acepta y respeta  -le conviene- la usura pesetera y el gravamen injusto; no la que, por libre, maneja capitales competitivos. La dejaron a los pies de los caballos, a Baldomera, y supo salir del trance.

LA NORMAL ANORMALIDAD

  Resulta impracticable, hoy como antaño, pillarle el pedigrí a las grandes fortunas. Esas divisas o convenciones en papel o poliuretano alternan con otras más posmodernas: la farlopa, el coltan –tantalium, el uranio, el valor infuso de terrenos o viviendas recalificables a capricho del cacique; las hipotecas sin garantías para inflar el   perro en los balances y, que no falte, el material bélico como artículo de primera necesidad.
     Con las enigmáticas limusinas que se reúnen en Bilderberg a finales del XX, el asunto se oscurece aún más. Pero el síndrome global, el flujo de bienes y deudas planetarias  ya carcomía la industrialización decimonónica en una España retardada por la indolencia de endeudarse en importaciones y patentes antes que invertir en iniciativas autóctonas más allá de lo rural: vinos, aceites, cítricos.
   El ferrocarril, trazado por contratistas extranjeros, como todas las infraestructuras, desde las minas al telégrafo, abre las puertas al librecambismo. Incluso la industria armera que pertrecha a las partidas de las carlistadas se acoge a diseños y mecanismos de Berdam, Colt, Remington, Smith-Wesson etc.
   Si los buques y puertos de los Austrias movieron el oro, la plata, la seda, los esclavos, el tabaco, los fondos siguen siendo metropolitanos siglos después. Su ausencia, también.  Una de las frases más exactas de Ortega es que en España lo anormal es lo normal. Idea por desdicha vigente.  Cuando ahora nos flagelan con informaciones de desastre, la manipulación se basa en dar como agudo lo que viene siendo crónico.

REY “MACARRONI”

  Así, la escasez y la recesión se apoderan, incurables, de la Hesperia del XIX, que politiquea, sin economistas, en los casinos y mentideros.  Por eso los piratas siguen enterrando sus tesoros en las Caimán o las Bermudas. Para eludir preguntas necias en la aduana.
    En el hecho de acuñar – “batir”- moneda propia se constituía la esencia del Estado. Reino de hidalgos famélicos, cristianos viejos sin un real y caciques que chantajean a la peoná para que vote sí a una rutina administrativa enquistada, en él, ya por entonces no podía calificarse de limpia o de sucia una pelucona de plata.

NI MORDIÉNDOLA

  La familia de “Fígaro”, exiliada a París, tiraba a krausista a fuer de afrancesada. De ahí que un Mariano José, ajeno por estudios y lenguaje a la España del luto y la flamenquería que se vigila entre visillos cagados de moscas, se trajera a Madrid y a sus gacetas y diarios un nuevoperiodismo  intransigente ante un síndrome entre chusmacero y señoritingo que le choca e indigna.
     En Palacio, un rey improvisado: Amadeo I de Saboya. Este soberano por contrata sólo aguantó el marrón tres años, de 1870 a 1873. Paradoja lógica, se gana el respeto (que no la reverencia) de sectores liberales, progresistas e incluso republicanos. Se verá obligado a dimitir.
      Tal y como a José Bonaparte se le adjudicó el remoquete de “Pepe Botella” siendo casi abstemio, a este turinense herido en acción de guerra le endilgan lo de “Rey Macarroni” unos milicos de despacho, sablazo, tripería y botellón.      
     España se paralizaba en una clase media-media militar y canónica que ni a burguesía llega. Hacen el vacío los elegantes a Saboya y a su esposa María Victoria, a quien también aplican su alias de rebotica: “La Haitiana”. Procede el desdén de una iglesia española que contempla al intruso como al hijo de Víctor Manuel II, rey de Italia excomulgado por despojar de sus privilegios al Papa de Roma. La pareja real es, en una palabra, desastrosamente europea.

ECONOMÍA RUINOSA

  De esa época y sus Gobiernos escribiría Pí y Margall: “Se dictaron leyes por las que se suprimía el pago de los intereses de la deuda, o se decretaban empréstitos, o se consentían operaciones ruinosas para el Tesoro, o se agravaban los tributos aparentando disminuirlos”. Así, Amadeo “…nada hizo; pero nada le dejaron hacer sus mismos hombres”. Crisis endémica. De ahí que el Palacio sólo lo frecuenten los intelectuales. Castelar, otro republicano, se descubre al cruzarse con los Saboya en el Salón del Prado. Le sorprende verles callejear sin guardaespaldas en una España navajera y demencial.
      Traído por Prim, el primer acto oficial de este Duque de Aosta será visitar la capilla ardiente, en Atocha, del general pecoso que había lanzado su “jamás-jamás-jamás” a otro reinado de Borbones. Oído lo cual, fue acribillado por trabucaires en la emboscada de la calle del Turco.   
    Recibe Amadeo como herencia el ritmo económico de una Banca en quiebra que, al igual que hoy, ejerce de mendicante. En aquel ayer no miraban el reloj para saber dónde estaban: les bastaba con hurgarse el bolsillo y sacar pelusa para cerciorarse de que se hallaban en la más negra ruina. Como siempre, desde los godos a los Austrias. A qué extrañarse.

BALDOMERA, ESPÍRITU INQUIETO

  Según las crónicas “Baldomera era de espíritu inquieto, decidido, resuelto. A los diecisiete años, sus formas esculturales acusaban un completo desarrollo. La redondez de su cuello alabastrino, la blancura de su rostro, la pureza de sus líneas, la riqueza de su cabello rubio, la gracia de su sonrisa y sus expresivos ojos azules, cautivaron a una cohorte sin fin de adoradores”.
      Tras varios noviazgos,  Baldomera de Larra matrimonia con Carlos de Montemar, doctor en Medicina. Engendrarán cuatro criaturitas.  Pronto, Montemar entra en Palacio como médico personal de Amadeo I  y los chismosos deciden que la joven Baldomera, cuyo marido el doctor es poco atento con ella, se acuesta con Amadeo. Pudo ser cierto, pero a quién le importa. Acostumbrado el vulgo a que el edificio realengo, bajo Isabel II, se pareciese a un vodevil porno, se distrae, en los cafés y visitas de brasero y chocolate, con  picatostes, cotilleos y morbo.     
      El 11 de febrero de 1873, el de Saboya consigue de algunos grupos antimonárquicos pasar de “Macarroni” a “Rey Caballero” tras abolir la esclavitud en Puerto Rico (sólo llevada a efecto después de su renuncia).  Exige ese día, papeles en mano, que las Cortes le libren de sus insalubres tareas y se proclama la I República presidida por Figueras, Pí y Margall, Echegaray, Córdoba, Berenguer, Becerra y, miren, Castelar, que se descubría ante Amadeo y María Victoria porque paseaban a pie por Alcalá. 
       Por cierto, si tomar la fresca a su aire no les supuso incidente alguno, hacerlo en landó y con escolta les valió, el 18 de septiembre de 1872, en Arenal esquina a Hileras, una descarga cruzada de la que salieron ilesos. Nada se supo del inductor, pese a que cuatro de los atacantes fueron detenidos. Le echaban la culpa al que resultó muerto en la refriega. Normal.

BALDOMERA, ABANDONADA

  baldomera_dineros_3.jpgAmadeo I, el 12 de junio, se había opuesto -“Yo, contrario”- a la supresión de garantías propuesta por el Duque de la Torre. Carlos de Borbón ha cruzado el Bidasoa. A Sagasta le han pillado un pufo tan deleznable como impune, 500.000 pesetas en fondo de reptiles para ganar las elecciones.
    Ese 11 de febrero republicano, don Carlos de Montemar, narra un cronista cínico, “se ve en la ineludible necesidad de emigrar a América”. No corría el menor peligro por parte del nuevo régimen. Muchos de sus ministros lo han sido del ex rey. Es un abandono de hogar – esposa y cuatro hijos – sin calificativos.
  A Baldomera, desvalida, se le acumulan los gasto y se ve obligada a ganarse el cocido mediante la costura, el apaño y el bordado y zurcido de prendas para una clase media y sin recursos que ya recicla. A la fuerza ahorcan.
   ¿Sus dos hermanos? Adela de Larra – que de niña descubrió el cadáver paterno suicidado y ha superado el trauma -ha contraído matrimonio con Diego García Noguera, potentado-. Eco de Sociedad: “Sus magníficas ‘toilettes’ compiten en paseos y saraos con lo más selecto y distinguido de la aristocracia…” . Luis Mariano de Larra se ha convertido en dramaturgo tragicómico y libretista. Ni el uno ni la otra quieren tratar con la tercera, contaminada de pobreza y de presuntos líos de alcoba con el fugaz monarca.
   A Baldomera le queda algo de ajuar y lo deposita en el Monte de Piedad. Terminaría en el chiscón de una usurera del barrio. Allí pronuncia el abracadabra que abre las pirámides: “Si me presta una onza, yo le devolveré dos a fin de mes”. Mano de santo. Para cubrir su pacto, Baldomera vende unas joyas aún sin empeñar y, al mes justo, cumple: treinta y dos duros por los dieciséis que había recibido.

“AHÍ ESTÁ EL VIADUCTO”

  Corre la voz. ¡Un interés del 200 por 100! Desde las familias menestrales, que despanzurran el colchón, hasta los petimetres y señoronas sin un chavo que mantenga su existencia lánguida, acuden a Baldomera entusiásticos impositores. La hija de Larra, sin apoyos familiares, a cargo de cuatro criaturas sin futuro, dejada a
su suerte por un marido que se esfumó en las Indias, se lanza cuesta abajo y sin frenos – desenfrenada – por el camino de las finanzas turbias o, al menos, inconvenientes para Gobiernos en bancarrota e inmersos en otra guerra civil.
    En la Plaza de la Paja, cerca de la Cebada, instala su Caja de Imposiciones. Allí acumula las sumas que no paran de afluir con el atractivo del doble por sencillo. Sometida a fiscalización, se supo después que doña Baldomera llegó a manejar hasta cinco millones de aquellas antiquísimas pesetas y a abonar, en concepto de intereses a sus clientes, más de tres.
    Cuando alguien le insinúa que aquello puede terminar en naufragio, e inquiere qué garantías ofrece a su clientela, doña Baldomera, que se ha instalado suntuosamente en el número 29 de la calle del Sordo, replica: “¿Garantías? Ahí está el Viaducto”. 
No es de extrañar que la hija de un suicida dandi señalase la solución drástica de todos los quebrantos madrileños: volar hasta la calle de Segovia, cien metros más abajo. Ella, entretanto, dispone de coche y palco en la Ópera. Qué menos.

LOS INGENUOS DE ESQUIVIAS

  La fama de la Caja de Imposiciones había trascendido todas las puertas de Madrid y en Esquivias, Toledo, familias enteras de labrantines hartas del tajo de sol a sol reducen bienes, terruños, cosechas, heredades a metálico. Querían convertirse, ya que los gobiernos no resolvían la eterna cuestión de la Reforma Agraria, en acaudalados instantáneos. En la Caja, doña Baldomera había reducido el interés de sus inicios por un treinta por ciento: 300 por cada 1.000.
    Saltan todas las alarmas. La Banca, la Bolsa, competencia legal, también disponía de confites. No puede permitirse que una ecónoma espontánea que funciona a la baja les desplome sus maquinaciones agiotistas, alcistas. El soplo se hace noticia, pasa a denuncia formal, a la Caja de Imposiciones se le hace una auditoría y la ferrería de duros negros se desmorona. Han dado el agua, y sus chupatintas, administradores, contables y parásitos a sueldo se desvanecen o toman las de Villadiego.
      Baldomera no lo duda: cruza la muga. No sin antes encomendar a un delegado, Saturnino Truega que reparta entre la clientela, antes de que los incaute la autoridad, los fondos que en ella permanecen.

TIMO Y PERFORMANCE

  ¿Escándalo? No lo fue del todo. En estos enredos ni se odia el delito ni se compadece al delincuente. Es la víctima la que mueve a risa a quienes la interrogan. El timo se incorpora como performance al repertorio de la finisecular picaresca y el denunciante – exhortado a declarar como la culpable – se enfrenta a su imagen de codicia ciega. A su estupidez. Durante el proceso se escuchan asertos como que “Volvería a confiar mis dineros a doña Baldomera” o que “Yo conozco mis intereses y los sé administrar”. Sin olvidar a quienes habían ganado mucho, muchísimo dinero antes del reventón. De ahí que, tras ejemplar escarmiento en mazmorras de la Corte, se sobreseyera la causa de una Baldomera que, aún con el agrio regusto de la trena en el ánimo, transmutada a Tía Antonia por su hermano el de las zarzuelas bufas, iba a esfumarse para siempre en la penumbra turbia de una habitación trastera.